lunes, 31 de agosto de 2009

Estar de vuelta, o el efecto-Bujandrizzi

“Al lugar donde has sido feliz,
no debieras tratar de volver”.

(de la canción Peces de ciudad, de Joaquín Sabina)

Volver es difícil. El lugar común tanguero bien lo sabe, por algo sugiere que los regresos suelen acontecer “con la frente marchita”, sintiendo que “es un soplo la vida”.

Cuando un jugador vuelve al club en el que comenzó su carrera, o a un club por el que tuvo un buen paso, lo hace con la intención de repetir una experiencia placentera. Rara vez se dan los regresos cuando el objetivo es la revancha después de un torneo horrible: los clubes no suelen volver a contratar a los jugadores que ya les dieron mal resultado. Por eso, todos los retornos suelen basarse en un crédito abierto, en un antecedente que juega a favor. Bueno, casi todos los retornos.

Lo curioso es que la regla indica que los jugadores que se van veinteañeros, con toda la carrera por delante, físicamente fuertes y con mucho por aprender; cuando vuelven son treintañeros, curtidos, físicamente disminuidos y con mucho ya aprendido, incluyendo las mañas. Es decir, todo el prestigio genuino acumulado de joven para perder, y bastante poco (acaso unos pesos) para ganar como veterano.

Aún así, en los últimos años hay registro de regresos satisfactorios. Anoto allí los del capitán Fernando Sánchez –que volvió para ser campeón– o el enorme, heroico, conmovedor Néstor Fabbri, el Zurdo (un saludo para Norberto Chab, certero asesor en apodología del Álbum Blanco). En ambos casos se trata de jugadores que tuvieron un buen primer paso por Floresta y también un buen segundo paso.

A otros regresados no les fue tan bien en su segundo ciclo en el Albo, como bien lo sabrán Damián Yáñez, Marcelo Blanco, Javier Umbides, Hernán Oreiro o Gustavo Bartelt (más allá de que integró el plantel campeón de hace catorce meses). No incluyo a los que volvieron después de idas muy fugaces, como las de Solchaga, Fayart o Torassa que regresaron a Floresta apenas unos meses después de haberse ido.

Y está la figura del regreso inminente que al final no se concreta. En esa línea, durante años se esperó sin éxito el retorno del zaguero uruguayo Richard Tavares, de gran campaña en Boca en los ‘80. Tampoco volvió Julián Maidana, aunque estuvo muy cerca el año pasado. Y ahí nomás quedó, semanas atrás, Martín Ezequiel Andrizzi.

Este año, en la búsqueda de refuerzos para el recién comenzado torneo, se dio una curiosa pulseada en cuanto al puesto de volante por izquierda, ya que aparecían dos ex jugadores de All Boys –treintañeros, claro– con posibilidades de volver a ocupar ese lugar en el equipo: Andrizzi y Hernán Leonel Buján.

Surgido de inferiores del club, Andrizzi tiene una larga trayectoria en Primera (Boca, Estudiantes, Banfield, Lanús, Unión, Arsenal), y su juvenil paso por el primer equipo del Albo fue muy bueno: generaba un surco por la banda izquierda del equipo, tenía gol, colaboraba con la creación.

Buján llegó a All Boys a mediados de los 90, como un descarte de las inferiores de River que apenas había jugado algún minuto en el equipo de Núñez. En Floresta cumplió y nada más, no llegó a ser siquiera pilar del equipo, y su carrera posterior lo tuvo en varios clubes del Interior, con muchos de los cuales peleó el descenso en Primera (Olimpo, Instituto, Talleres, Tiro Federal, Godoy Cruz).

Quien firmó con All Boys –más allá de negociaciones, tiempos de espera por mejores ofertas, histeriqueos y lealtades juradas por teléfono– fue Buján. Y aunque aún es prematuro juzgar, su arranque fue como el del equipo: no demasiado prometedor. Andrizzi está hoy también jugando el Nacional B, pero en San Martín de Tucumán.

Me quedo pensando. Fuera de Andrizzi, ¿habrá muchos ex All Boys dando vueltas por el mundo y que realmente valga la pena traer para una segunda campaña en el Blanco? Me refiero a valores que el hincha albo realmente quisiera repatriar. Hernán Grana, por supuesto. Emmanuel Gigliotti. ¿Algún mellizo D’Amico, ya sea Patricio o Fernando? ¿Qué es de la vida de Martín Romagnoli? ¿Aldo Osorio? ¿Maxi Castano, Diego Martínez, Ángel Vildozo, Cristian Vega? Mmmhhh… ¿Qué edad tiene el Tanque Bordi?

Los nombres de jugadores entrañables del Albo de los últimos años son tan pocos que me hacen sospechar que la década previa al título del ’07/’08 fue más oscura de lo que parece.

domingo, 23 de agosto de 2009

El Orestes Katorosz del rock and roll

Aunque soy fanático de la táctica y creo que la conducción humana es fundamental para un logro deportivo tanto individual como grupal, por alguna razón siempre me costó mucho recordar a los entrenadores.

Detrás de este enorme –casi sanmartiniano– Pepe Romero cuya carrera en el banco de All Boys excede por mucho a la duración promedio de los entrenadores de AFA, tengo una nebulosa. ¿Quiénes fueron entrenadores del Albo entre Mario Rizzi (DT del campeón ‘92/’93) y Romero? Muchísimos, especialmente en las malas, cuando los ciclos se acortan.

De memoria, sin repetir y sin googlear: Adorno, Zielinski, Caruso, Rodríguez, Anzarda, Pascutti, Pasini, Mamberto, Paladino, Bargas, Batista, Ferraresi… Me debo haber olvidado más de veinte. Pero ninguno (¡ni siquiera el actual popstar Ricardo Caruso Lombardi!) tuvo la repercusión que logró, en su fugaz paso por el club, el misterioso señor Orestes Katorosz.

Enigmático desde su nombre y desde su apellido, Orestes nació para hacer prensa. Su currículum deportivo incluía haberse probado en el Cosmos de New York (practicó con Beckenbauer) y haber sido sabueso del cuerpo técnico de la Selección de Australia. Lo mejor era lo extradeportivo: fue bombero, jardinero, amante de la top model Cindy Crawford y periodista de vasta trayectoria en la Argentina y el exterior, incluyendo un oscuro paso por la revista Gente en plena dictadura, bajo la dirección de Chiche Gelblung. Uff. Así de variopinto era el CV de Orestes, actualizado sólo hasta 2000, año en que se convirtió en DT de All Boys.

Sus recursos estratégicos (sorprender a los entrenadores rivales al darle a los delanteros números de defensores, y viceversa) y de entrenamiento (yoga, natación, picados con pies descalzos) se convirtieron en nota de color obligada para todos los medios. Tanto rebote tuvo la llegada de Orestes al banco del Albo que hasta el diario Página/12, cuyo espacio dedicado al deporte suele ser escaso, le dedicó una entrevista exclusiva.

Es justo decir que no le fue mal. Eran tiempos duros: las figuras del Albo de Orestes eran Pablo De Nicola, Fernando Batista, Martín Pizzella, Javier Umbides y la dupla Facundo Diz/ Julio Laffatigue. Pero el equipo sumó unos cuantos puntos, a pesar de que se comió cinco entrenadores en dos años, en un proceso que terminó en descenso a la B Metropolitana (y no con Katorosz en el banco).

Por aquellos días tan raros para el Albo –y acaso tocado por la onda expansiva del enorme disco quíntuple El Salmón, de Andrés Calamaro– inicié en mi doméstico estudio de grabación de entonces una serie de registros musicales que derivaron en mi primer disco, Rock del ganado.

Durante un descanso en aquellas sesiones, grabé un austerísimo demo, rico en pifias y rebeldías de tempo, de una canción que se llamaba “El Orestes Katorosz del rock and roll”, en una sesión en la que probablemente participó el enorme (y no sólo por cuestiones de masa corporal) Pablo Marchetti, poeta, músico, compañero de trinchera periodística en la revista Barcelona y amigo.

“El Orestes Katorosz del rock and roll” es un modesto canto al outsider de dudoso mérito que entra por la ventana. Aquí adjunto su letra, y un link para escucharla MP3 mediante.

“El Orestes Katorosz del rock and roll” (J.Aguirre)

Sueño con ser el Orestes Katorosz del Rock & Roll.
O tal vez ser tan o más locuaz que Marcel Marceau.
Y si no resulta ser así, no tiene por qué importarte.

Voy a vivir una vida de Playboy en el kiosco de revistas
(las peor vistas).
Y voy a ser entusiasta defensor de las libertades individuales
(y de los manteles individuales).
Y si no resulta ser así, no tiene por qué importarte.

martes, 11 de agosto de 2009

Yo fui miembro del clan Süller

Los chicos –bueno, no todos; pero sí muchos– hacen algo de lo que no son capaces ni Lionel Messi ni Víctor Hugo Morales: jugar y relatar fútbol al mismo tiempo. Llevan la pelota en la plaza y al mismo tiempo van relatando: “Pelota para Maradona, arranca el genio del fútbol mundial…” Y cada niño elige qué jugador “ser”, en esa ficción de fútbol relatado. El niño hincha de River dirá “la lleva Ortega”, el niño hincha del Chelsea dirá (en inglés) “la lleva Drogba”, el niño hincha del Al Ain de Emiratos Árabes dirá (en árabe) “la lleva Sand” y el niño hincha de All Boys dice “la lleva el Chino Zárate”.

Jugando a ese mismo juego, seguramente yo, o alguno de mis hermanos menores Fernando o Juan Manuel, o acaso mi amigo y ¿ex? simpatizante albo Adrián Felcman habremos dicho alguna vez “la lleva Süller” en algún patio de Floresta.

Claro, cualquier hincha de All Boys sabe que me refiero a Marcelo Süller; hermano de los astros televisivos Silvia Süller y Guido Süller.

Marcelo Hugo (¡como Tinelli!) Süller fue un producto genuino de las inferiores de All Boys en la época de Alfonsín. Defendió la camiseta del Blanco, digamos, entre 1989 y 1993. Era un volante ofensivo encarador, diría un nueve-diez. Y, atención, jugaba bien. Hacía goles. Era de mis jugadores favoritos del Albo en aquel momento, y hasta integró mis equipos de ficción, en tiempos en que no existía la PlayStation pero sí otras analogías inalámbricas.

Probablemente hasta fue la figura del equipo y llevó la camiseta 10 en alguno de los torneos previos al ascenso al Nacional B del ‘92/’93. De hecho integró aquel equipo campeón, aunque sospecho que ni jugó, o jugó algún minuto.

Süller tuvo problemas aún antes que Jorge Rial, Lucho Avilés o Luis Ventura conocieran su apellido. La leyenda dice que cuando estaba pasando su mejor momento en All Boys, le tocó sumarse al servicio militar, entonces obligatorio. Hubo intentos de prórroga, y creo que hasta jugó algún partido con un rapado-colimba.

Con o sin culpa de las Fuerzas Armadas, la joven figura del Albo se deshilachó. Parece que anduvo años después en Almagro, en Comunicaciones, en Armenio, vaya a saber: ya no era joven promesa, ya no era promesa, ya no era joven.

Para ese entonces, su hermana Silvia se hacía conocida en la TV por ser secretaria y novia del veterano animador Silvio Soldán. Una noche –lo recuerdo– la pareja Soldán-Süller estaba de invitada en el sketch televisivo “El Contra”, del comediante Juan Carlos Calabró, quien presumía de ser hincha de Villa Dálmine y de conocer algo del Ascenso. Calabró le preguntó a Silvia: “¿Y tu hermanito, sigue jugando en All Boys?” Escuché ese diálogo y crucé miradas (de hinchas del Blanco cómplices) con mi viejo, con mi abuelo, con cuanto Aguirre estuviera presente en esa mesa. No lo busqué, pero me la juego que en YouTube no se consigue.

Luego fue director técnico, y luego papeloneó en la tele de las 14 horas, ya como “hermano de…” Eso yo ya no lo vi, por suerte. Prefiero quedarme con el recuerdo del otro Marcelo Süller, el que hace veinte años trepaba gambeteando por la banda derecha del Albo y era un aspirante a crack de la Primera B.

lunes, 3 de agosto de 2009

Un 9 de nombre

En el armado de un equipo, cada posición tiene su evidente importancia específica: el arquero porque debe evitar goles ajenos, el zaguero porque debe rechazar ataques rivales, el volante central porque debe organizar la primera línea defensiva y así.

Pero el centrodelantero, el puesto al que le corresponde hacer los goles siempre supone una responsabilidad especial. Tiene que ser héroe. Y si no lo es –digamos, si no asegura al menos 13 o 14 goles en un torneo largo– no puede darse por satisfecho. La estadística quizá omita cuántos rechazos de cabeza metió el 6 en una temporada, o cuantos desbordes de veloces mediapuntas rivales impidió el 4 en treinta y ocho partidos, pero será rigurosa a la hora de mensurar cuántos goles metió el 9 en el año. Así es la vida, nadie te obliga a ser jugador de fútbol, ni a ponerte la camiseta 9.

La exigencia es aún mayor cuando llega a un equipo un 9 de nombre, lo que significa, un 9 que ha marcado muchos goles, y que promete seguir haciéndolo con su nueva camiseta.

El arribo a Floresta de Mariano Campodónico, aún siendo un veterano en los últimos semestres de su carrera, aparece como una de las pocas llegadas de un 9 de nombre a All Boys en los últimos años. Si bien su promedio goleador no va a entrar al libro Guinness de las áreas chicas, el ex delantero de Aldosivi y Cerro Porteño de Paraguay tiene una trayectoria con goles que implica una apuesta.

¿A qué 9 que supo llegar a Floresta en los últimos años se le reclamaron más goles que los que se esperan de Campodónico?

Allá lejos, el Pirata Adrián Czornomaz explotó en aquel Albo del Nacional B 94/95, y llegaba con nombre: había pasado por Independiente, San Lorenzo, Quilmes, Banfield y el fútbol europeo. De él se esperaban goles, y los hizo.

Lorenzo Sáez funcionó muy bien en el Nacional B 93/94, y venía de tres temporadas en Primera: Newell’s, Argentinos, Estudiantes. También cumplió.

Quizá no era mucho lo que se esperaba de Sergio Recchiuti, Heber Arriola, Gabriel Chiaverano, Gabriel Cela Ruggieri, Gabriel Gianfelice o Gonzalo Pavone. Y a juzgar por la escasez goleadora que mostraron, fue un acierto no esperar demasiado de ellos. La excepción fue el Tanque Gabriel Bordi, un robusto cordobés proveniente de Instituto, que llegó a Floresta para hacer goles, y los hizo.

El Palomo Alveiro Usuriaga, pintoresco colombiano ya fallecido, decepcionó a pesar de llegar a Floresta casi como ex jugador: su porte y su estrellato lejano en Independiente aún lo mantenían como un 9 de nombre. Pero en All Boys fue un desastre. Saludos por allá arriba.

Quizá la última gran apuesta a un 9 antes de Campodónico había sido el Pepe José Pelanda, que llegó al Blanco en 2005 y venía de ser goleador del campeonato de la B Metropolitana con Italiano. Pero en Floresta no rindió lo esperado y al año siguiente tuvo que volverse a jugar ante las despobladas tribunas del Azzurro.

En esta lista, aclaro, faltan aquellos 9 que llegaron a All Boys sin un pasado que exigiera grandes expectativas (como Emmanuel Gigliotti o Leandro Martínez, entre los recientes) ni tampoco aquellos 9 surgidos de las inferiores del club (como Facundo Diz, Ángel Vildozo o Patricio D’Amico).

Y falta otro. Uno que en su primer arribo a Floresta, no llegó como un 9 de nombre sino, en todo caso, como un respetable delantero. Sus posteriores regresos, desde Ecuador e Israel, ya implicaron un alivio para los hinchas; ya era un 9 de nombre, y se había ganado ese nombre con la camiseta del Blanco. Se trata de Pablo Solchaga.

Me cuesta imaginar a All Boys peleando el ascenso a Primera esta temporada sin que, en el ínterin, Solchaga haya superado sus 100 goles en Floresta.

Si esta idea resulta una mojada de oreja para Campodónico, Zárate, Torassa o cualquier jugador del plantel que tenga capacidad de fuego, bienvenida sea. Pero un 9 de nombre es un 9 de nombre.