lunes, 21 de febrero de 2011

Mala leche vs. mano dura: defensa de Barrientos

La lesión del crack de Racing, Gio Moreno, en el triunfo sobre All Boys por 1-0 en Floresta, disparó tal saña mediática contra el volante Hugo Barrientos que me resultó imposible omitir el tema en el Álbum Blanco.

A partir de la confirmación de que se trataba de una lesión severa, que dejaría al volante colombiano fuera de las canchas por varios meses, Barrientos se volvió receptor de la condena social más ruin que recuerde, en términos futboleros.

A pesar de que es evidente que Gio no se lesiona recibiendo un foul de Barrientos, sino cometiendo él una infracción contra el volante albo, los pedidos de mano dura vinieron de todos lados: desde mamarrachos racinguistas y dirigentes racinguistas con fama de serios, hasta conductores de noticieros.

El pedido más franco es que a Barrientos lo suspendan durante todo el período de recuperación de hábil Gio. El mensaje más turbio e inquietante es el que vino desde el mismísimo presidente de la Afa.

Ahora, estando claro que Moreno se lesiona solo, por un accidente, es insólito cómo se hace blanco en que Barrientos lo había fouleado antes, o en que ambos jugadores habían estado discutiendo verbalmente durante buena parte del partido.

Reiteramos: Moreno se lesionó solo al cometer un foul; hay consenso sobre eso, ahí están las imágenes.

Como comentábamos con mi dolido amigo académico, Juan Pablo Rud, la rotura de ligamentos al trabarse la rodilla es una fatalidad, equivalente a que te caiga un piano en la cabeza. No importa si habías discutido con alguien una hora antes, o si alguien te había dado un par de patadas o te había agarrado de la camiseta veinte minutos antes: ese alguien no tiene la culpa de que te haya caído un piano en la cabeza.

Hubo escasísimas defensas para Barrientos en todo esto.

No voy a hacer una victimización de hincha de equipo chico, del tipo “si el que se lesionaba era el 10 del Albo, nadie iba a pedir la cabeza del 5 de Racing que lo había fouleado una hora antes”. No. Tampoco voy a apuntar la discriminatoria acusación que supone que un habilidoso y seductor enganche caribeño que juega en un club grande le hace bien al fútbol, mientras que un rústico obrero patagónico de un club modesto le hace mal.

Sí quisiera marcar que la “mala leche” con la que se asoció a Barrientos en todo esto, suena más a la presunta mala suerte que castiga a Racing (recordemos que viene de sufrir la muerte del masajista por un... ¡rayo caído en pleno entrenamiento!), que a la supuesta maldad del mediocampista de All Boys (un aplauso para la polisémica tapa de Olé).

No sé si Barrientos tiene buen corazón. Sí sé que los hinchas de Huracán, con mi amigo quemero Martín Correa a la cabeza, lo recuerdan con mucho afecto. Y también sé que en All Boys ha transpirado la camiseta cada minuto que jugó.

No sé si Barrientos evade impuestos, le pega a su abuelita, vota a Aldo Rico o tortura hámsters en su casa. No sé si es un malvado. Sí sé que no rompió al pobre Gio.

La única mala leche que hay en todo esto, es tratar de meter a alguien preso por un crimen que no cometió.

lunes, 14 de febrero de 2011

El Loco Juan

Tal vez haya sido un héroe trágico de la mitología de la Antigua Floresta. Lo vi muchas veces en la cancha de All Boys; siempre me pareció un hombre mayor, un viejo. No parecía demasiado centrado en el partido, intercambiaba palmadas en la espalda y saludos afectuosos con la gente en la tribuna, tenía los ojos entrecerrados, llevaba el labio inferior en primera fila, iba y venía por la vieja plateíta de socios, o por cualquier rincón del Islas Malvinas. Juraría –aunque no tengo pruebas– que mantenía una franca relación con el vino, y esta conjetura no es una vigilanteada, sino un presunto dato de color. De color tinto.

El Loco Juan era un personaje que, cuando te pasaba cerca, hacía florecer las anécdotas. Que era un hincha caracterizado (cuando eso no implicaba fierros, ni brazos armados de intendentes del conurbano). Que todos lo querían. Que había trabajado en una fábrica de repuestos. Que hasta dormía en el club. Que en Floresta se le había perdido la pisada, misteriosamente, durante un tiempo; pero que volvió en una final para zafar de un descenso entre All Boys y Talleres, en la cancha de Huracán, en un partido que tuvo final feliz para el Albo. Ese día su presencia llamó la atención, y según consigna mi papá, Eduardo Aguirre, “ya muchos ni lo ubicaban, pero hablaban del viejo loco que se ponía en cueros para alentar”.

Esa era la seña particular por excelencia del Loco Juan: alentar a All Boys en cueros, aún en los días más fríos y lluviosos del siglo XX, cuando las temperaturas del planeta eran un par de grados más bajas que ahora (¡un saludo al calentamiento global!).

Esta semana volvió a pasarme cerca, y como siempre, hizo florecer las anécdotas; se me había aparecido el Loco Juan, y no en calidad de fantasma. El quemero don Néstor Marchetti, conocedor del Álbum Blanco, había advertido por casualidad, una lápida con el escudo de All Boys en el cementerio de la Chacarita, y me llamó para contármelo. Era la tumba del Loco Juan, que murió en algún momento en la última década, y que descansa al resguardo del símbolo blanco y negro.

Una pesquisa sin precedentes (en la que, además de mi papá, colaboraron con entusiasmo personalidades de Floresta como el querido ex presidente de All Boys, Roberto Di Pietro, y como el señor Farías, viejo amigo del Loco) permitió recuperar su nombre completo: el legendario hincha se llamaba Saverio Juan Crivaro.

Tantas veces me lo crucé en Floresta, y nunca imaginé que iba a escribir sobre él. Qué loco. Qué loco el Loco Juan.

miércoles, 9 de febrero de 2011

All Boys Floresta Viva Argentina

Volvió El Álbum Blanco investiga, en este caso, para consignar un recuerdo de estricto interés albo, fechado en enero de 1993, y del que, por desgracia, no tengo documento fotográfico que lo respalde.

Aquel verano, pasé las vacaciones junto a mi familia en una playa brasileña ubicada en la isla de Santa Catarina.

Por entonces, Brasil ofrecía una importante conveniencia cambiaria para nosotros y todos nuestros compatriotas; y por extensión, los veraneantes que estaban en las distintas playas de la isla eran, en su inmensa mayoría, argentinos.

Una tarde pos-playa, recorriendo en coche las montañosas rutas de la isla –creo, íbamos desde Canasvieiras a Ingleses–, avistamos, en una pared natural de roca oscura que se encontraba a unos metros de la banquina, un graffiti difícil de olvidar. Decía, en letras blancas, mayúsculas; “All Boys Floresta Viva Argentina”.

No había sido yo. Tampoco –doy fe – mi viejo, ni mis hermanos. Y esa pintada anónima, tan cercana a nuestros terruños geográfico y futbolístico, tan inesperada como dar con una convención de osos panda en os morros do sul brasileiro, desató una descomunal euforia en el vehículo.

Unos días después decidimos volver con la cámara de fotos, para retratarnos con ese graffiti con el que el Albo conquistaba Brasil. Pero cuando, no sin cierto esfuerzo, rastreamos e identificamos la misma pared de roca oscura que se encontraba a unos metros de la banquina, encontramos que el mensaje había sido prolijamente tapado con pintura. Las autoridades brasileñas actuaron con botona celeridad contra el vandalismo de exportación.

El recuerdo bien podría devenir en llamado a la solidaridad. Quizás ese hincha de All Boys que pasó el verano de 1993 en Florianópolis, y que fue el autor de aquella leyenda, visite el Álbum Blanco y pueda colgarse en el pecho la cucarda de decir: “¡Fui yo!”

martes, 1 de febrero de 2011

Un pedazo de mi infancia

“No sos el único que tiene emociones mezcladas/
No sos el único barco a la deriva en este mar…”
(Mick Jagger y Keith Richards)

Hubiese sido más noble haber escribir estas líneas en las malas. Pero estas buenas son tan buenas que pueden lavar cualquier culpa.

Varias veces me he preguntado qué es All Boys para mí (y abro la cancha: qué es un club para sus hinchas). Y es inevitable que las cosas se mezclen.

En mi catálogo de recuerdos infantiles, una de las escenografías que más veo es la tribuna alta –ahí me llevaba mi papá; ahí me lleva, todavía, a veces– del Islas Malvinas.

Ahí estoy en la escuela primaria, en Gaona y Segurola, quedándome fuera de las conversaciones entre mis compañeros, que eran todos hinchas de equipos de Primera, cuyos partidos, a diferencia de los del Albo, podían verse por TV.

Ahí está mi abuelo, Pedro, que disimulaba –con sobria generosidad– su propio desencanto de tantos años del Albo en el Ascenso, respetuoso de mi indefendible entusiasmo infantil por una causa deportiva en la que rara vez, sino nunca, nuestro equipo era el favorito.

Ahí estamos con mis hermanos, jugando al fútbol en la Placita San Pedro, tratando de recordar los nombres de los 11 jugadores que habíamos visto ayer, en la cancha. ¿Palópoli? ¿De la Llera?

Confirmado: All Boys es una parte de mi infancia. Y más: quizás esté mal decirlo, pero es una parte de mi familia.

Y aunque tanta avalancha publicitaria y para-futbolística haya vaciado el concepto de “pasión”, a fuerza de usarlo para vender zapatillas o naranjadas, a no confundirse: la emoción genuina nunca es un lugar común.