lunes, 7 de noviembre de 2011

Manual del hincha puteador

Estuve pensando en el ejercicio de la puteada en los hinchas de fútbol. Tendrá que ver, seguramente, el andar no demasiado satisfactorio del Albo en esta campaña en Primera (¡en Primera! ¡Vamos, All Boys, carajo!), que lleva a algunos hinchas a sobreactuar un poco.

Hay muchos lugares comunes en torno a la puteada en situación de cancha; como plantear que funciona como catarsis para las frustraciones de la vida extrafutbolística, o como inferir que es un legítimo derecho de quien paga la entrada.

Yo tengo dos observaciones al respecto. La primera, es que los insultos en la cancha me han prodigado momentos de hilaridad extrema, de esos cuyo mero recuerdo compartido lleva a llorar literalmente de risa. Podría enumerar insultos de cancha inolvidables con mis hermanos Fernando y Juan Manuel, o con mis amigos Adrián Felcman, Leonel D’Agostino, Martín Correa, Leandro Barril; no sólo viendo a All Boys; también a River, a Ferro, a la Selección.

La segunda observación es de índole moral: no todos los insultos son válidos. No me refiero a la naturaleza del insulto en sí –desde ya, el Álbum Blanco repudia las expresiones discriminatorias, racistas–; sino a sus destinatarios. Hay formas de insultar sin dejar de ser una buena persona.

No acepto nunca el insulto a la tropa propia: jugadores, entrenadores, dirigentes de All Boys. Salvo situaciones muy groseras –gesto agraviante hacia la tribuna, por caso– no se debe insultar a quienes nos representan con la camiseta blanca. Podemos reprobar un pase mal hecho, un gol perdido, o un cambio con el que no coincidimos, pero no puteando. El recurso de la puteada, para que valga, tiene que ser mezquino, escaso, ocasional. No hay puteada más intrascendente que la de los bocasucias seriales soft onda Enrique Pinti.

Acepto sólo a veces el insulto al rival: jugadores, técnicos o hinchas. Me parece digno únicamente cuando han cometido una deslealtad grave; como un codazo o planchazo; o como –otra vez– un gesto soez a la tribuna. Jamás putearía a un rival porque nos hizo un golazo. A veces hay que saber cómersela doblada.

Acepto casi siempre el insulto a la autoridad. Los latrocinios arbitrales y –salvando las distancias– las barbaridades policiales son desencadenantes de genuina furia en el corazón. La máxima martinfierrista “Hacete amigo del juez” no sirve en la cancha; nunca hicimos amistades.

Hay otros destinatarios posibles del insulto futbolero, claro. Se trata de insultar a “los de arriba”: cúpula de la Afa, gobernantes nacionales, Dios. Resulta curioso que cuando se los insulta, por lo general, es por una buena razón.