“…Trato de reírme de esto,
escondiendo
las lágrimas en mis ojos,
porque los
chicos no lloran…”
(Robert Smith, Lol Tolhurst, Michael Dempsey)
No termino de comprar lo de los clubes ricos que
tienen tristeza. No quisiera sonar insensible, ni exagerar revanchismos de
clase, pero el dolor circunstancial de los poderosos, de los reyes de copas, de
los millonarios, no puede compararse con las privaciones constantes,
existenciales, casi preestablecidas de los humildes.
Lloran los hinchas de clubes grandes porque, por
una vez, se van a la B. Y es un llanto llorón, un lamento sin miedo real: saben
que en unos meses, 12 o 24, estarán de nuevo en la élite. Saben que este
tropezón no implicará que no sigan llegando jugadores de renombre, ni que sus
partidos dejen de ser televisados, ni que los reflectores mediáticos vayan a
ningunearles la luz. Así funciona el mundo.
Ante una situación similar, el dolor de los
humildes es otra cosa. Los que defendemos divisas indefendibles, por caso,
los hinchas de All Boys, sabemos el riesgo insondable que hay en el abismo.
Abundan los casos de clubes pequeños que en los últimos años estuvieron en
Primera, y de los que, desde sus descensos, nunca más se supo nada: Los Andes,
Almagro, Chacarita, Huracán de Tres Arroyos… ¿Desafiliados? ¿Quebrados?
¿Succionados por agujero negro? ¿Acaso abducidos por el ovni del oprobio?
No lloren, hinchas de Independiente. Tampoco los de
River, San Lorenzo, Racing, Juventus, América de Cali o Atlético Madrid. No nos
roben el orgullo de ser los muchachitos losers de esta
película que es el fútbol.
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